Obra presentada el 18 de noviembre de 2022
8:18, tercera llamada y una voz nos explica qué es Buyyam, la obra que estamos a punto de experimentar. La explicación se debe, pienso, al hecho de que muy pocos, o quizás nadie, en el público sabemos gran cosa sobre la cultura yoreme, a la cual le rendirán tributo por medio de la danza contemporánea.
Comienzan. Escuchamos la lluvia. Los visuales se proyectan en el fondo con imágenes de colores desérticos. Un atardecer en movimiento. En espiral. Hay un sonido de fondo. ¿De dónde viene? Parece una claqueta. Hay dos maracas a cada lado del escenario y una larga tira de cascabeles en el proscenio. (Los cascabeles se llaman ténabaris. No quiero engañar a nadie, este, como muchos otros datos relacionados con la obra, los conozco gracias a la breve investigación que realizo antes de escribir. Lo que conviene entonces destacar aquí es mi ignorancia, que es inmensa. Conviene destacarla porque en eso pienso mientras veo la obra. ¿Por qué me parecen menos interesantes las culturas originales de la región que cualquier hecho contemporáneo? ¿No está, de una u otra forma, todo ligado? ¿No navego yo por la vida con esa bandera? ¿Mi poco conocimiento al respecto viene de la indiferencia, de la hipocresía, del olvido, de la animadversión? ¿Por qué para este colectivo es importante traer al escenario una interpretación de las tradiciones de la cultura Yoreme? ¿Por qué no habría de ser importante?).
Las preguntas se asientan y pasan a otro plano, porque muy pronto me dan ganas de bailar. El sonido en el foro Roberto Méndez es asombroso. Rodea y llena cada espacio de mi cuerpo. En mi mente traigo un fiestón. La música –que involucra elementos electrónicos, tambores, lo que me parece es el sonido de una flauta– es tan buena que quiero pararme a bailar, pero me contento con mover mis pies. Lo que sucede en el escenario me obliga a mirarlos, a mirar su danza fluida, que pareciera a momentos ir en reversa.
Que increíble, pienso, que los cuerpos puedan moverse, a veces, como si estuvieran flotando en el aire, otras, debajo del agua. Por si esto no fuera poco, Víctor González, Katia Rivera y Danya González (quien también dirige la coreografía) incorporan en su baile la ejecución de los instrumentos que estaban en el escenario, las maracas y los ténabaris. A través de estos elementos entablan un diálogo continuo y elaborado con diversos matices a lo largo de la obra. Y ¿qué entiendo de este diálogo?
En mi opinión, en esta, como en otras piezas de danza contemporánea, importa más qué emociones experimentas al escuchar la música y verles bailar, qué ideas vienen a ti, qué dudas, qué recuerdos. Asimismo, me pregunto, ¿qué hay en el interior de la mente de quien danza en un escenario? ¿Acaso interpretan emociones, ideas o solo exploran sonidos con su cuerpo a partir de patrones establecidos de movimiento? Elijamos cada quien un momento del futuro para preguntarles.
Por ahora me despido diciendo que, ante todo, lo que la obra en cuestión busca, me parece, es abrir un portal que se mantiene abierto durante 45 minutos, para encaminarnos hacia la exploración de un pueblo que ha estado en estas tierras del noroeste de México desde antes de la llegada de los españoles a la región, un pueblo que, a lo largo de la historia y hasta la actualidad, ha tenido que luchar por sus tierras sin permitir que ello les quite su sed de bailar.