Algún año a finales de la década de los ochenta, un niño en chanclas, shorts y playera sin mangas, corría por las gradas y el escenario de cemento de un teatro en obra negra. Sobre el escenario una decena de actores y frente a ellos, casi al final de lo que ahora es el patio de butacas, un cenicero a tope y un señor medio calvo sentado sobre una silla de aluminio gritaba apasionado al tiempo que emanaba humo y gesticulaba ampliamente con las manos, era el director. El niño lo miraba curioso y se preguntaba cómo aquellos gritos eran escuchados con atención por quienes estaban en el escenario y no había conflicto, había risas, aquello era a todas luces divertido, gozoso. Sobre el escenario, a espaldas de los actores, una pared de mamparas de madera y tras ellas, sillas, mesas, focos y espejos; camerinos armados para la ocasión, que aquel niño recorría no con menos curiosidad, hacía preguntas y miraba con atención y sorpresa la utilería y el vestuario que le resultaban tan particulares. Días después, en el mismo teatro, esta vez repleto de las mismas sillas de aluminio ocupadas por espectadores, el niño vestido de la misma forma, debido al verano de nuestro bien sabido caluroso Hermosillo, entró a la sala y se paró en la zona más alta de la platea justo en el momento en que el “Chobi” gritaba amenazante con pistola en mano, al público: ¡¿Quién no trae calzones?! Aunque perdido en la multitud, el niño que sabía no los traía, no pudo evitar sonrojarse sintiéndose descubierto.
Mi papá, bueno mi pá, no era un padre como aquellos de mis amigos, siempre lo vi como un tipo diferente, reservado en ocasiones, quien lo conoce sabe que habla poco, como si se guardara las palabras para el papel. A mis diez años tenía un padre que organizaba conciertos de rock, funciones de teatro en el cerro de la campana, se reunía con el gobernador, viajaba a la Ciudad de México… era un señor sin horarios fijos, no había certidumbre de donde estaría la semana siguiente. Yo no entendía muy bien y ahora que lo pienso, creo que él tampoco, que era a lo que se dedicaba. Eran los tiempos en que había sido designado director de la Casa de la Cultura de Hermosillo, principios de los noventa. Ya era nuestra casa una biblioteca, con una pequeña oficina, un escritorio y sobre él, una maquina de escribir empolvada que parecía estar esperando el rítmico golpeteo que conocí tiempo después. Un medio día de aquellos llegó mi pá, se recostó en el sillón de la sala, llevó su mano derecha a la frente y extendiendo su mano izquierda con la palma abierta mirando al piso, dijo: ¡Se acabó la chamba! El recuerdo está fresco en mi memoria, porque su rostro no proyectaba preocupación, aunque tal vez la tenía, yo lo noté más bien aliviado. Llegó la crisis, con ella los recortes y el desempleo. ¡Afortunadamente nos pegó la crisis! Vino el cambio de escuela privada a pública para mí y mi hermana y sentimos el apretar del cinturón y la presencia de mi pá en la casa como nunca antes. Recuerdo noches de acompañarlo a la radio a grabar la voz de “ La Picuda”. Seguía sin entender cual era su trabajo. Una de esas tardes, nos sentó a mí y a mi hermana en la sala de la casa, tomó un libro y sin más, comenzó a leer en voz alta hasta que lo terminó; “Crónica de una muerte anunciada” de Gabriel García Márquez. Aquellos días, imagino porque era muy pequeño para notarlo, mi pá no solo buscaba el dinero para mantener a la familia, sino que llevaba un debate consigo mismo, se buscaba, se perdía y se encontró cuando se sentó frente aquella empolvada máquina de escribir. En las noches, cuando regresaba de jugar futbol en la calle, mi pá se tomaba una pausa, íbamos a la cocina y preparaba una limonada, receta de mi abuela para el intenso calor; limones enteros, azúcar, hielos y una pizca de sal. Bebíamos, yo me iba a la cama y el regresaba a escribir. Por las mañanas, mi despertador era el intenso golpeteo de las letras sobre el papel. Mientras tomaba el desayuno lo veía leer en susurro, reírse solo, luego nos leía una frase y se botaba de la risa. Yo no entendía nada, el cinturón apretaba cada vez más y mi pá se carcajeaba frente a la máquina de escribir. Luego mi madre, que entre sus virtudes cuenta una monumental paciencia, se puso a coser un telón, – es para la obra de tu papá – me dijo, cuando le pregunté que hacía.
Yo padecía la secundaria pública y en la ruta del camión a casa había una parada justo frente a “Monte Grande”el restaurante donde mi pá ensayaba y yo aprovechaba para comer carne asada en tiempos de crisis, era la mejor parte de mi día. Todo empezó a cobrar sentido cuando vi a Blasito Anguiano colgar el telón que mi madre había confeccionado, cuando el Algarra y el Issac empezaron a tocar en sus guitarras los arreglos de aquellas frases que mi pá tarareaba en las madrugadas y cuando el Irineo, la Toñis, Tony López, Manuel Ramírez y también mi pá, convirtieron aquel intenso despertador en una obra de teatro: “Güevos Rancheros”.
Mi pá siempre ha sido un hombre de teatro. Aunque su carrera como dramaturgo le ha valido múltiples reconocimientos, no pudiéramos hablar de ella si no se hubiera empeñado todos estos años en montar cada una de sus obras inmediatamente después de escribir el “oscuro”. Y montar implica dirigir, producir, actuar y muchas otras tareas. Todo eso lo hace porque no es un escritor de estudio, es un hombre de escenario, un hombre de teatro. Actúe o no, siempre estará dos horas antes de la función y escuchará con atención a sus espectadores durante la representación. Eso es un verdadero diálogo; dar, recibir y enriquecer la conversación. Y ahí, encuentra uno de sus más grandes aciertos, pocos teatreros en México saben quién es su interlocutor. Mi pá lo conoce como a su mejor amigo, y como buen amigo lo trata; lo confronta con honestidad, se preocupa por él, lo procura, y se ríen juntos. Luego, propicia la reunión de amigos, donde presenta al público con sus actores, así todos nos reconocemos desde la tabla hasta la platea y de regreso. Estos dos buenos amigos, mi pá y su público, que se presentaron en la fiesta del lenguaje, con toda la herencia en común de una cultura, han creado juntos de manera excepcional y envidiable su propio universo, su humor, su ritmo y su cadencia. – El teatro entra por el oído – dice mi pá. Y sí, su teatro entra como música por el oído, y cómo la música, intrínsecamente abstracta, hace sus conexiones a niveles profundos más allá del significado preciso de las palabras.
Mi pá no pertenece a la inmediatez de nuestros tiempos, empujado por los avances tecnológicos y la cultura del “tutorial”, el mundo de la urgencia por alcanzar la etiqueta abaratada, peligrosa y mal entendida del éxito. Su motor siempre han sido las voces de la sierra, el alma de sus amorosos y generosos muertos. Esas voces no hablan por “smartphone”, y mi pá tampoco, el todavía te mira a los ojos en las conversaciones, o mirará mudo fijamente algún punto del desierto mientras le hablas, por una sencilla razón: está escuchando. Su respuesta podrá demorar minutos, horas, incluso días, pero siempre tendrás la certeza de que cualquiera que esta sea, habrá pasado por su ejercicio favorito, además de sus intensas sesiones diarias en el gimnasio, pensar.
Sus logros, sus muy merecidos reconocimientos, su trayectoria está registrada en múltiples entrevistas y/o publicaciones. Hay mucho que estos registros no dicen: su calidad de padre y ahora también abuelo amoroso, su generosidad como maestro y amigo, su sensacional sentido del humor, entre muchas otras virtudes que lo hacen, en palabras de Daniel Serrano al entregarle la medalla Xavier Villaurrutia en la pasada 37 Muestra Nacional de Teatro: un extraordinario ser humano.
Veintisiete o veintiocho años después, hace un par de meses, en el mismo teatro, aquel niño de shorts, chanclas y playera sin mangas, prácticamente nacido en aquellos improvisados camerinos, ahora también medio calvo, aunque la silla de aluminio se ha convertido en cómoda butaca, ocupó aquel mismo lugar frente a los actores sobre un escenario ya de madera. Mi pá está en escena, en su teatro, con su texto, sus actores y yo lo veo desde abajo, orgulloso y ya sin confusiones:
mi pá es un artista.
Paulo Galindo
11 de Noviembre del 2016
Ciudad de México.
@paulogalindom
Estimado Paulo agradezco tu relato conoci a tu padre exactamente en la época de ser director de la casa de cultura de hermosillo.
Nos apoyo permitiendo que dommy Flores mi esposa por primera vez a un encuentro teatral con su incipiente grupo de teatro aproximadamente 1994 siendo esta experiencia que cambio la vida de lo que hoy es el centro cultural la Petaka de ciudad Obregón.
Tu padre es un hombre de una sola pieza, amoroso, solidario y gran ejemplo para muchos artistas en Sonora por su congruencia y constancia.
Recibe un caluroso saludo y te felicito por tu trabajo en este corto tiempo que has demostrado gran calidad profesional y respeto por tu quehacer, sera un gusto poder conocerte personalmente en cualquier oportunidad.
José luis Lopez Cartagena
Promotor de la petaka
6441003903
Gracias estimado José Luis. Seguro pronto nos encontraremos por ahí. ¡Abrazo!
El talento se hereda y en tu caso, tienes lo mejor de tu papá y de tu mamá. Yo conocí a tu papá cuando se puso de novio con tu mamá, ella y yo estudiamos juntas en la Universidad.
La trayectoria de tu padre ha sido reconocida públicamente, pero estoy segura que el reconocimiento más valioso es el de sus hijos.
Sigue disfrutando y aprendiendo de tus padres y felicidades por las hermosas palabras para tu papá.
Maestrazo Sergio, un artista de excepción, impulsor de generaciones de actores y actrices que han dejado huella en la vida de Sonora , comparte el valor de la ideas y convicciones.
Hombre de principios y espíritu de lucha. Visionario y talentoso, consejero y amigo. Se ha ganado con su legado artístico, literario, el reconocimiento de muchos mexicanos y hasta extranjeros, que hoy mismo enhorabuena se lleva nuestro respeto y admiración, en mi caso el más profundo agradecimiento por su respaldo y enseñanzas y su generosidad en el escenario, su apoyo cuando más falta me hacía. En pocas palabras un gran ser, un gran artista y un gran chingon!!!
Larga vida con muchísima buena salud mi amigo y maestro🙏
Tengo la fortuna de conocerlo desde hace un chingo y también casi toda su obra.
Lo conocí -teatralmente- por los tiempos de «se acaba el pasto, se acaba todo» programa gubernamental setentero desde el abordaje agropecuario, donde no se quedó con las ganas de innovar incursionando en el fenómeno social de la migración, aún cuando NO era la encomienda.
Fue en un escenario poco conocido, por ahí de la calle Garmendia entre la Serdan y Elias Calles, donde hoy es cede del Archivo Estatal del Estado de Sonora y Boletín Oficial.
Yo iba de mitotero y me asombraba de ver desaparecer y aparecer actores bajo el piso -si, asi fue, perforó el piso del foro por necesidad de establecer una convención con el público y determinar qué ahí había un río, por donde cruzaban los mojados».
Diez años después en el 83, Roberto Rivera dirigió la película «el mil usos».
Por ese tipo de «detallitos» aprendí a ser buen público y admiro a Sergio, por un chingo de razones más.
Daniel Sánchez Sánchez