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lo que ocurrió el 28 de noviembre de 2022
Llegué tarde, sabiendo que me había perdido de algo.
El periodismo es la excusa perfecta para justificar lo que se ha denominado FOMO [el miedo a perderse algo, un evento o acontecimiento, las siglas vienen del inglés]. Si no lo vivo no puedo escribir sobre ello. Esto pesa en mi conciencia.
A las 5 pm había ocurrido Crecer: teatro para la primera infancia. Quería saber qué era esto, cómo es este tipo de teatro, qué tono de voz usan, cómo logran mantener la atención de un público tan participativo y demandante. La infancia: el lado tierno del caos.
¿Por qué menciono que me perdí de algo, que no puedo escribir al respecto? Porque es importante, me parece, destacar dos cosas. La primera es que el festival DMT ha comenzado y se acabará. Lo que no se alcance a ver quizás no volvamos a tener la oportunidad de experimentar. La segunda es para destacar la razón por la cual no pude ir. El trabajo. Lo que uno tiene que hacer para después poder hacer lo que le gusta. El acuerdo de la sociedad. Pero si se tiene la posibilidad de pagar el boleto y el tiempo suficiente, ¿qué otra razón tuviera para no ir a ver lo que ocurrirá en los escenarios de El Mentidero toda esta semana?
Ahora que lo pienso, cada que he ido a El Mentidero he dormido mejor. Me genera quizás cierta paz haber buscado activamente que mi día fuera diferente al resto. Pude haberme quedado en casa. Descansar. Ver algo en Netflix o Prime o MUBI o a través de una descarga pirata por medio de torrents. Pero cuando hago esto por un tiempo prolongado algo me pesa. Es el ancla que me hunde en la monotonía.
Entonces, decidí salir. Llegué a tiempo para ver a Caquita. (Qué nombre es ese, pensaba. ¿Cómo habrá surgido la idea? Acaso un día habrá tenido un chispazo de inspiración después de haber visto un… Lo cierto es que de niño me encantaba la palabra. La decía a cada rato. Y ahora su nombre no se me olvidará.)
La casa estaba llena. Estábamos en el patio central. ¿Qué sabía de Caquita? Que era un clown. La diferencia entre esto y un payaso está, según mi experiencia, en la metodología que implementan. Generalmente el clown no habla. O, si habla, se basa en un código para interactuar con su público. Este era el caso de Caquita. Pero antes de saber esto, me clavé en mirar a las personas y el lugar. Registré alegría, gusto, relajación, expectativa.
Por supuesto, lxs niñxs iban y venían entre las butacas. Por todas partes. Habían tomado posesión del lugar y esto me llenaba de alegría. Saber que existe un espacio totalmente seguro en donde, al mismo tiempo, no se sepa qué esperar no es algo fácil de encontrar. Padres y madres de familia saben esto. Dejar que corran por todas partes no siempre promete un final feliz. Por eso me da gusto. Me alegra que pudieron encontrar esa seguridad en El Mentidero.
Anunciaron la entrada de Caquita y el show comenzó. Su juego, su picardía, la forma en que demandaba cosas del público y nos hacía reír al mismo tiempo. Música, performance, malabares. Caquita iba y venía de un lado a otro, y su espectáculo crecía y crecía. Quiero decir, se volvía cada vez más aventurado. Más participativo. En el centro, sobre un tapete de césped artificial lxs pequeñas personificaciones del caos bailaban sin parar. Él público compuesto por adultos era de pronto invitado a subir y Caquita les decía qué hacer.
El clownismo, entendí en ese momento, conecta fácilmente con nosotros porque le llama a nuestrx niñx interior, no a la memoria de la infancia, sino a la energía desbocada que de pronto toma posesión de nosotros si se lo permitimos, cuando deja de importarnos vernos rídiculxs, ingenuxs, tontxs, y seguimos esa serie de impulsos que provocan una descarga de alegría.
Caquita cerró su show y volvió al escenario para dar unas palabras. Agradeció la invitación y reconoció lo importante que era esto para ella, establecer un diálogo con el otro, reír, compartir un espacio, reconocernos. Vino desde Mar del Plata, Argentina para lograr esto.
Nos despedimos. Aplausos.
Esperamos. Me compré una cheve. Comenzó a hacer más frío. Padres y madres de familia se llevaron a la mayoría de sus hijxs quizás porque se hacía tarde o porque notaron que el aire para el siguiente evento cambiaba. Anunciaron a Héctor Acosta y Paloma Ledgard. Piano y voz. Ambos, hermosillenses.
El humo se iluminaba con azul desde la parte trasera del escenario. Héctor y Paloma probaron sonido, se bajaron, los presentaron, volvieron a subir. Siempre me ha gustado quedarme entre los actos para ver cómo funcionan los espectáculos. Es como estar en el estudio de un mago mientras entrena y perfecciona sus trucos.
Luego, iniciaron su show. Mientras, yo realizaba mis apuntes ciegos. Esto fue lo que escribí:
“Dedos que juegan sobre el suelo del cielo.”
“La piel chinita.”
“José Alfredo Jiménez.”
“BACANORA”.
“Ser poseídos por una canción”.
“La gata bajo la lluvia”.
“Piano pisadas en el corazón.”
La música en vivo, como espectáculo, tiene una progresión distinta porque, generalmente, lxs artistas comienzan fríos y entran en calor, y esto es evidente. Incluso me atrevo a pensar que muchas veces es parte del show. Las canciones en sí tienen una energía única y cuentan historias separadas. En el caso de Héctor y Paloma, que fueron intérpretes de canciones diversas, era posible ver cómo se transformaban a partir de estas historias. Y nosotros, que nos tocaba verlos y escucharlos, éramos transportados en nuestra propia mente.
La popularidad de la música como forma artística recae en eso a mi parecer. En que posibilita una apropiación inmediata. Escuchamos una canción y la hacemos nuestra, nos remite a otros tiempos, episodios, personas, estados emocionales que llamamos nuestros y componen nuestra identidad. Al menos así fue con Paloma y Héctor.
Se despidieron.
Salí.
Dormiré muy bien hoy, pensé. Y así fue.
El festival continúa.