Fernando de Ita / 2022-03
La vida del maestro Sergio Galindo ha sido un ir y venir en varios sentidos. Nació en Hermosillo en 1951, pero se trasladó al entonces Distrito Federal a finales de los años sesenta no sólo para terminar de formarse académicamente sino para seguir su vocación: el teatro. Unos años más tarde, don Sergio decidió emprender el viaje de regreso a su tierra, desde donde ha dejado, ya, una estela imborrable en el teatro local y nacional; también, en su tierra, ha ejercido de infatigable agitador cultural. En este 2022 el maestro cumple 50 años de trayectoria, y aquí queremos celebrarlo…
En 50 años de hacer teatro se acumulan muchas obras, muchos premios, muchas satisfacciones que dejan atrás los sinsabores, el ninguneo, la ingrata tarea del anonimato, el duro aprendizaje de las tablas, donde aún se hacía el teatro en los años setenta y en la Ciudad de México. Ahí llegó en 1972, desde Hermosillo, Sonora, el joven Sergio Galindo, como tantos paisanos con aspiraciones artísticas que no tenían dónde formarse en sus terruños que, culturalmente hablando, permanecían en el siglo XIX. No había escuelas de teatro en Hermosillo y en la capital del país la Escuela Nacional de Teatro del INBAL era el panal de miel de los chavos que deseaban echar rostro en el escenario. Ahí estudiaron los actores que estaban participando en el cine de autor apoyado por don Luis Echeverría, y la siguiente generación, las chavas y los batos que se enfrentaron a la poli en el 68 e hicieron proselitismo en las calles a favor del movimiento.
Ahí estaban dos sujetos que influirían de diversas maneras en la formación teatral del recién llegado: Octavio Galindo y Julio Castillo. Octavio, por ser su hermano mayor, el primero en emigrar de Sonora para estudiar teatro. Y Julio, genialmente intuitivo, alcohólico, y quien por su relación con Octavio le dio a Sergio un vagabundo en su memorable montaje de Los bajos fondos de Gorki. No se pasaba impunemente por la pandilla de Julio Castillo. Había noches eternas en compañía de José Alfredo Jiménez. También había días de teatro en los que salías del ensayo exultante, pero con el estómago vacío.
En aquella tribu setentera de mucho alcohol y poca sopa, de mucho teatro hablado y poco montado en escena, Sergio halló a su primer maestro: el poeta y autor dramático José Ramón Enríquez. Luego pasó por la enseñanza de los directores y autores que estaban haciendo historia en el teatro universitario y sus orillas: Margules, Tavira, González Dávila, Chabaud. Trabajó a destajo como actor, autor, asistente de dirección y de lo que se ocupara. Así se formaba entonces un director de teatro: conociendo el entramado.
Como dos batos norteños que hicieron historia en Culiacán y Mexicali, en Sinaloa y Baja California —Oscar Liera y Ángel Norzagaray—, Sergio Galindo volvió a Hermosillo a iniciar su otro aprendizaje: el de su gente. No porque fuera suya sino todo lo contrario; porque él se volvió de ellos. Cómo no, si tuvo la suerte de conocer los mentideros en donde los viejos del barrio se reunían para echar mentiras, a la manera del teatro: mezclando la ficción con la realidad.
Cualquiera, sin cerilla en los oídos, se embelesa con esa manera de narrar la anécdota, de pronunciarla; ése sonido del lenguaje por el que podemos decir: esta mujer es yucateca y ese cabrón es de Sonora. Supongo que Sergio descubrió en esas esquinas de Hermosillo que la forma de hablar es nuestra forma de ver el mundo, de describirlo, y esos compadres del Mentidero tenían el don de contar mentiras como si fueran ciertas, por inverosímiles que fueran.
¿Y qué otra cosa es el teatro?
En 1984 era complicado armar un equipo de producción audiovisual por cuenta propia, pero luego de oír la fábula de Goyo Trejo en el Mentidero, Sergio Galindo y el actor cómico de su cofradía, un tal Jesús Ochoa, se dieron a la tarea de registrar el habla, el humor, la ironía, el lenguaje corporal y el desorden mental de los norteños de acá, de este lado del Pacifico. Como dice el propio Galindo, “el Piporro popularizó a un tipo de norteño, pero los de acá, de Sonora, somos otro tipo de norteño”. Tan fue así que 38 años más tarde, La tuba de Goyo Trejo sigue divirtiendo a las abuelas, las madres y las hijas sonorenses.
A partir de este acercamiento con la gente de a pie de la ciudad y de la sierra, Galindo se hizo el actor, el autor y el director de la entraña social de su región, con obras y espectáculos de muy diferente factura. Por su contrapunto, destacan dos: Más encima el cielo…, y Güevos Rancheros. La primera es una pequeña obra maestra que cuenta la vida de dos viejos y el desastre que se les vino encima cuando el gobierno decide sacarlos de su vivienda porque en nombre del bien común harán ahí una presa. Utilizo el diminutivo para resaltar el tamaño de la tragedia que vivió esa comunidad, contada desde la intimidad de un matrimonio que es despojado de su única riqueza: su comunión con la tierra que los vio nacer y no los verá morir. Esta fábula realista ya forma parte del repertorio del teatro nacional.
Güevos Rancheros, por otra parte, es todo lo contrario: comedia nocturna, sketch norteño, cabaret regional, pasarela de tipos y estereotipos. Era final de siglo y los mal llamados grupos independientes buscaban desesperadamente al público que los hiciera, ahora sí, independientes de los apoyos públicos. Muy pocos lo lograron, y uno de ellos fue Sergio Galindo porque el espectáculo fue un éxito rotundo. Naturalmente, quienes daban función con dos amigos y tres parientes condenaron la bajeza de su contrincante por utilizar la brocha gorda para tener al público zurrado de risa durante toda la función. Para Galindo, en cambio, fue una liberación. Él se formó como actor cuando no se vivía del teatro sino para el teatro, y no cualquier teatro. Tenía que ser el teatro de sus maestros y ay de ti si trabajabas en el teatro privado que sí les pagaba a los actores. Cambiar, como estrategia, vivir del espectáculo para seguir haciendo teatro le funcionó tan bien a Sergio que el show cumplió ya 26 años en cartelera.
Salvo Oscar Liera, no veo a otro autor dramático que haya cavado, tan ancho y tan hondo —pero siempre con ironía—, en ese pozo sin fondo que llamamos la identidad nacional, sonorense en este caso. Con diferentes herramientas narrativas y diversos formatos escénicos, Sergio Galindo ha trazado, en sus 50 años de vida en el teatro, un paisaje verbal y una radiografía dramática de un lugar y un tiempo que está por esfumarse. Ya en su madurez como persona y como gente de teatro, Galindo emprendió su obra mayor como autor dramático: una trilogía fantástica, inspirada en El Quijote, sobre la vida en el Sahuaral, la planicie norteña en la que el saguaro soporta el viento calcinante como un faro de espinas en un mar de tierra. Como en la novela de Cervantes hay un tipo deschavetado y un criado realista y ocurrente que cuida de su patrón. Lejos de imitar lo inimitable, Galindo le da a su personajes —Alonso del Saguaral y Pánfilo—, su identidad sonorense a partir del ritmo, la consonancia, la prosodia de su lengua vernácula, y lo que despliega en la trilogía es la devoción por el ingenio y la fantasía de aquellos señores que poblaron la tierra de sus abuelos y de sus padres, divididos en dos grupos: los locos y los Sanchos, cuerdos a fuerza del hambre. Como ocurre en El Quijote, Pánfilo, el Sancho norteño, se mete al público en la bragueta gracias a la comicidad del actor Francisco Veru, que es fantástica.
Me ha tocado ver la trilogía del Saguaral fuera de Sonora, en muestra de teatro y festivales donde la gente de edad disfruta a pierna suelta del espectáculo y parte del público juvenil se queda impávido. Me dicen que en Hermosillo y otras villas de la entidad es una bomba. Por eso discrepo con la discrepancia que publicó este año Sergio sobre aquellos que le decimos teatro regional al teatro de los estados, simplemente por su ubicación geográfica. Siguiendo su razonamiento, de ser así, el teatro de la Ciudad de México sólo puede ser capitalino, no nacional. En los cincuenta sólo en la Ciudad de México podría ocurrir el drama de Los signos del zodiaco, de Magaña, porque únicamente en la capital podían coincidir en una vecindad personajes tan disímbolos y de tantas regiones del país. Los mexicas no emigraban a Sonora, eran los sonorenses quienes emigraban a la capital. Liera regresó a su pueblo para ser desde ahí el mejor autor dramático de México. Galindo volvió a Hermosillo para hacer de su origen la fortaleza de su teatro, en el sentido gramatical y metafórico de la palabra. Como yo soy un hombre de rancho que ha viajado por el mundo por 50 años, sé, con Tolstói, que para ser universal hay que ser pueblerino.
El Mentidero, un espacio mágico
En el mundo escénico se dice que el anhelo de una gente de teatro es tener su propio teatro. Galindo se sirvió con la cuchara grande: antes de cumplir su medio siglo en el teatro no sólo se hizo de un inmueble sino de un espacio mágico para impulsar la cultura de su terruño. En pleno centro histórico de Hermosillo, en donde estaba un colegio en ruinas con el extraño nombre de Amante, levantó, con el concurso de mucha gente, El Mentidero, el sueño de toda amante de la cultura. Yo lo divise como el picadero del barrio, la ruina arquitectónica y social de los gobierno neoliberales, para culpar siempre al otro, como ya sabes quién. Me dicen que hoy es un poema, una belleza, un remanso, el espacio ideal para hacer arte con 40 grados en la sombra. En tan solo 4 años y con pandemia de por medio, El Mentidero ya se destaca por la lindeza de su remodelación, por su estructura administrativa, de producción y de valoración de su actividad. Como es una Asociación Civil no lucrativa, informan públicamente el monto y la distribución de sus ingresos y egresos, y no sólo laboran para sí mismos sino para los cuates, los afines, los que han estado contigo en las buenas y las malas, en principio. Nadie en su sano juicio trabaja para el contrario, y los opuestos deben estar trinando de muina por el logro de un obrero y un patrón del teatro, de un Quijote y un Sancho del escenario.
Ocurre, por otra parte, que a sus 71 años de vida Sergio le ha dado la estafeta a su hijo Paulo —quien, como todo adolescente que se respete, se fue de Hermosillo jurando que jamás regresaría—, para que sea el director artístico de El Mentidero. Cuando suceden estos relevos a la Moliere, en los que el maestro le cede su lugar al alumno, o el padre a su hijo, los ancianos del teatro vertimos una lágrima de contento porque la Tradición, pese a todo, no ha desaparecido. Paulo es un hombre joven con sangre sonorense y portuguesa, y ha vivido el teatro desde niño. Acaso su ascendencia materna lo lleve a dar, como Fernando de Magallanes, otra la vuelta al mundo, en este caso del teatro, para honrar la memoria de su padre, de los padres de su padre y de sus abuelos. Siempre y cuando, junto a la tremenda nostalgia del fado, suene el estruendo de la tuba de Goyo Trejo [1].
[1] Al respecto, quiero añadir que el milagro de El Mentidero fue posible, en principio, por el apoyo de aquel actor cómico de nombre Jesús Ochoa —quien vivió su temporada en el Infierno cuando trabajó con Ludwik Margules. Pienso que en el fondo de sí mismo, el actual presidente de la ANDA sigue viviendo en Hermosillo.
Puede consultar la página web de El Mentidero (aquí), y su perfil de Facebook (aquí).
Artículo tomado del portal “Salida de Emergencia”, periodismo/ cultura / crítica
https://sdemergencia.com/2022/03/12/sergio-galindo-medio-siglo-de-teatro/