Ya he dicho que un día me levanté para enterarme de que yo era «un autor regional». Y que por consecuencia el teatro que yo hacía era eso: «teatro regional». El adjetivo que así lo determinaba le imponía, al mismo tiempo, límites geográficos, aunque un tanto desdibujados. Límites porque el concepto mismo de región está indisolublemente ligados a la escala; desdibujados porque, aunque algunos casos permitan ser más específicos -como el de Mérida, por ejemplo- la gran mayoría queda englobado, de las tres consabidas regiones en la que se divide al país, en dos: Sur y Norte. El Centro se cuece aparte.
Regional, presupone un límite geográfico más pequeño que el área total de interés. Así pues, se ha venido hablando de un teatro regional de Mérida, del Noroeste o del Norte. A nadie se le ha ocurrido, siguiendo la lógica, que pueda existir también un teatro regional del Centro. Según los criterios que pretenden dar sustento a la clasificación, lo hay, de hecho. Solo que la idea que se tiene del Centro, es totalizadora. En el Centro está el ombligo. Del Centro nace lo demás. Y lo demás depende, en gran medida, del Centro.
Muchos de los que por años nos hemos venido dedicando al teatro como tarea primordial de nuestro quehacer y que ahora habitamos una de estas regiones, de algún modo nos formamos en el Centro. El caso más emblemático en lo que al Noroeste se refiere, es Oscar Liera. Las razones de esta vuelta al terruño, aunque en no todos se ha tratado del lugar de origen, son muchas y muchos casos únicas. Pienso, sin embargo, que quieres decidimos abandonar «el Centro», lo hicimos con conciencia plena de que abandonábamos la posibilidad de aprovechar la oportunidad de estar en el lugar adecuado, a la hora precisa, con todo lo que eso pueda llegar a significar en las aspiraciones de cada quien. Y aunque quizá con la vaga idea de algún día volver, nos aventuramos en territorios que se antojaban inhóspitos, en los que, cuando no todo, sí había mucho por hacer. Y nos fuimos allá quedando. Y aquí entró al terreno de lo personal, aunque debo reconocer que, con sus particularidades, mi experiencia coincide en muchos aspectos con la de otros que emprendieron el mismo camino.
En mi caso, la relación con el Centro dio un giro de ciento ochenta grados. Ahora las esporádicas visitas fueron al Centro y no al revés. Junto a la nueva experiencia, no pasó mucho sin advertir lo ganado en términos de una mejor calidad de vida. Y tampoco sin que los fantasmas hicieran su aparición. La relación con el terruño se avivó ahora bajo la perspectiva del teatro. Ya de lejos, con anterioridad a mi regreso, las voces de esos fantasmas me habían estado visitando a la hora de intentar un poema, un cuento. Había llegado la hora no solo de describirlos, sino de interpretarlos, de verlos, pero sobre todo, de oírlos.
Había sido por el oído, por donde aquellos personajes de la Sierra de Sonora, sentados en semicírculo, conversando en aquella esquina del pueblo mejor conocida como “el mentidero de Don Manuel Cruz”, provocaron mi fascinación por su lenguaje. No se trataba sólo de traducirlo a guion y darle estructura dramática, con su particular sintaxis, a sus giros lingüísticos, sus vocablos, sus regionalismos, sus localismos. Para que el fenómeno se consumara a plenitud, había que posesionarlos. Eran volcánicos en el sentido de su apego a la tierra, porque de su interior, en un rápido giro de cabeza, mientras hablaban, salía disparado de entre sus dientes un diminuto escupitajo, en un acto tan desposeído de malicia urbana, tan absolutamente natural, que más bien resultaba inherente al sonido y al ritmo de aquéllas voces que algo tenían del rugir de la erupción. Basta un segundo para acomodar los pensamientos en la cabeza. Más que el acto de escupir – excepcionalmente arrojaba algo- se trataba de una relampagueante pausa que a ellos permitía el reacomodo. Y a mí, el intento por descifrar aquellos secretos pensamientos.
De que el alma busca su armonía en el sonido de la palabra dicha, quedé convencido desde entonces. Y nadie, pese a algunas respetables sugerencias, me ha hecho desistir de la idea.
Ha habido – por cierto, durante alguna de mis esporádicas visitas al Centro -quien me ha sugerido la traducción de algunos localismos, en voz de los personajes, con el fin de hacer todo más comprensible al público. O lo que no sé si sea peor, quien ha propuesto elaborar una lista con su correspondiente traducción para pegarla al programa de mano. Como respuesta a esta última brillante idea, mostré mi entusiasmo y prometí al autor del consejo profesional, dado con todo el corazón, de amigos, pensando no en él – él lo captaba todo- sino en el bien de la obra, que haría no sólo eso, sino que además, intentaría que los “regionalismos” dichos en el transcurso de la obra, tuvieran un orden alfabético para evitar que el público se enredara en la oscuridad de la sala con tan larga lista, en su afán de localizar “la dichosa palabra”- en tanto ya tiene otra encima- y su traducción correspondiente. Debo confesar que mi entusiasta aportación al evidente enriquecimiento de su idea, lo perturbó por un momento. Lo pensó. Sonrió nervioso y se fue pidiéndome que a mi vez lo pensara. No fuera yo a cometer algún exceso solo por complacer al respetable. La oportunidad llegó, pues, a inicios de los setenta de forma, digamos, “oficial”, a través de la entonces llamada Secretaría de Fomento Ganadero del Gobierno de Sonora, cuya pretensión era -entre otras-, por la vía del teatro, lograr convencer a los rancheros de modificar algunas prácticas agrícolas y ganaderas que estaban acabando con el pasto y erosionando la tierra. Pudo más mi vocación teatral que mi incredulidad en el poder de su función docente. Había llegado la oportunidad de poner a prueba las herramientas y la experiencia adquiridas en el Centro. No pensé en dejarla pasar. Y me lancé. Aunque a estas alturas deba ya hablar en plural, pues para entonces había ya contagiado mi entusiasmo a un grupo de jóvenes que, a decir verdad, parecían estar solo esperando el “puchoncito” que los prendiera. Así que nos lanzamos. Yo, a lo que por primera vez me arriesgaba: escribir. Y también, basado en la poca experiencia adquirida en el Centro, a dirigir.
Convencidos todos de que lo más importante no era “mensaje” que estábamos obligados a transmitir, sino el efecto que en ellos debía producir el ver por vez primera una obra de teatro. Me encargué a mi vez de convencer a quien desde entonces es mi amigo y fungía como cabeza de la dependencia que nos contrataba, el ingeniero Miguel Cruz Ayala, de que había que contar una historia entre cuyos ingredientes figurarían -no debía dudarlo, faltaba más- estratégicamente distribuidos, los aspectos didácticos que le preocupaban. Inteligente, sensible y osado como a su personalidad corresponde, nos dejó manos libres.
La sorpresa fue mayúscula. Se trató de una experiencia iniciática que en mí sentaba las bases de mi posterior dramaturgia y en el buen Jesús Ochoa, por ejemplo, las del espléndido actor que es. De los efectos surtidos en el público por el “mensaje” que debía taladrar conciencias y modificar prácticas centenarias, ya nadie se volvió a acordar; ni cuando por segunda ocasión fuimos llamados a repetir la experiencia con un nuevo montaje -con mi segundo texto, en el que, por cierto, tocaba a el tema de la emigración- y que como el anterior, formaría parte de aquéllos “encuentros ganaderos” realizados en distintos poblados de la Sierra sonorense, que invariablemente concluían, para nuestro beneplácito, en un gran baile rociado con bacanora.
A partir de entonces, ya por nuestra cuenta y riesgo, continuamos explorando esta ruta cuya característica primordial, apasionante y comprometedora, consistía en producir identificación inmediata con un público que por su notable impulso participativo, convertía cada función en una auténtica convivencia. Yo decidí quedarme y continuar el experimento. Otros, actores como el propio Jesús, acordamos que había llegado la hora de hacer lo que yo mismo hice en su momento: aventurarse al Centro en búsqueda de formación académica profesional, de fogueo, de experiencia.
Jamás, ni a mi ni a mis compañeros de entonces nos cruzó por la mente que lo que hacíamos era “teatro regional”. De que echabamos mano, motivados por nuestro interés, de lo que teníamos alrededor para convertirlo en teatro, por su puesto que estábamos conscientes. En eso se fincaba la razón de la experiencia. La que se enriquecía cada vez más. La que permitía nuevos hallazgos. No tardaron en desfilar por mí y en directurgia, pidiendo justicia, los fantasmas de aquellos hombres del “mentidero” a quienes, indefensos, les fueron anegados sus pueblos y ahogados sus muertos, en “aras del progreso”, pretextando la construcción de una presa.
Aun así, digo que nunca cruzó por nuestra mente que lo que hacíamos era teatro regional, no solo porque nos negábamos a aceptar que lo que ocurría a aquellos hombres y mujeres solo fuera del interés de unos cuantos, sino porque además la idea hubiera resultado demasiado complicada. Los hombres del “mentidero” son característicos de una sola región, la región serrana de Sonora. La región de los valles Yaqui y Mayo, al sur, mezcla caracteres indígenas con muchos de estos serreños que bajaron a esos valles cuando se abrieron al cultivo las tierras. Y faltaría la región desértica, al Noroeste, y la fronteriza al Norte, y la costera y la capital, otra vez el Centro, que a su vez intenta ejercer su condición de pretencioso ombligo. De lo que sí estábamos seguros y tuvimos siempre claro -los demás confiaban en mí, no les quedaba de otra- es que lo que hacíamos, como lo seguimos haciendo ahora, era sencillamente, teatro.
No voy a pecar aquí de ingenuo al ignorar la connotación de género menor que se impone al adjetivo “regional” cuando en voz de los falsos cosmopolitas se habla de este teatro.
Habérsele impuesto, desde el Centro, su indisoluble relación con la escala, las persistentes formas imperiales de referirse a “la provincia”, el origen remoto en la historia del mismo centralismo en nuestro país, con todas sus consecuencias, producto del autoritarismo, la ambición y una larga lista de crímenes impunes, no da margen a la inocencia. Uno como dramaturgo, se pregunta, por ejemplo, hasta dónde hubiera podido llegar el proyecto de expansión del jesuita Eusebio Francisco Kino, basado en el establecimiento amistoso y comprobadamente exitoso de sus misiones, de no haberse impuesto a la visión y poder de la corona, la intriga, la codicia y su secuela de explotación, injusticia y asesinatos -la masacre del Tupo donde murieron 48 de sus fieles Pimas; la acusación soterrada de criminal por el supuesto de haber mandado flechar a quien fuera su Superior, el Padre Mora-, actos que, sin embargo, no doblegaron su fortaleza espiritual ni frenaron el impulso en la “acción contemplativa” de aquel “ropa negra” tan querido y respetado por los indígenas habitantes de aquella América Septentrional Incógnita. Y uno, también, se indigna del mismo modo cuando hace apenas 46 años vino desde el Centro la irrefutable orden, festejada y aplaudida por su incuestionable visión de futuro en el progreso de los pueblos de la provincia mexicana, cuya simple firma desapareció 3 históricos pueblos sepultándolos bajo las aguas del progreso.
Pero los tiempos cambian y con ellos los intereses de los hombres. Tanto la connotación dada a lo “regional”, como las respuestas que en el mismo tono pueda ganarse el desprecio y resulta cada vez más inanes. No a mí, por cierto, y como a mí, seguro tampoco a otros. Ocurre que nos tomamos demasiado en serio la alusión de tan geográfica manera caracterizada. Si fuera el caso, como muchas otras, no sería esta una batalla que deba darse en el terreno teórico, sino práctico, aunque el primero resulte consecuencia del segundo.
Pero no se trata de batalla alguna. Por el contrario. Se trata de fomentar, con una clarísima idea de lo que ocurre en cada sitio, la siempre provechosa acercanza entre quienes, de las regiones o del Centro, seguimos empecinados en la tarea del quehacer teatral -con sus infalibles momentos depresivos que en ocasiones invitan a tender el catre.
Se me ocurre que la siempre esperada Muestra Nacional de Teatro, dejara de ser única y tal vez llegara a convertirse en varias: “Muestra Nacional de Teatro de las regiones norte, del Norte y el Noroeste”, por ejemplo.
El teatro que hoy se hace en México, fuera del Centro, no puede en todos los casos llamarse, por ese solo hecho, “teatro regional”. En otros, pues claro que lo es. Solo que por serlo, es teatro nacional en su temática y en su latido. Es teatro mexicano, aunque como en muchos otros órdenes de nuestra vida nacional -incluido el Centro- en ocasiones nos cueste trabajo aceptarlo.
Sergio Galindo
Dramaturgo, actor y director de escena.
Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Director artístico de la Compañía Teatral del Norte, A.C.
Siempre sus escritos son enseñanzas!
Mis respetos siempre y muchisímas gracias por todos estos años de habernos traído, o mejor dicho,llevado a todos aquellos lugares,personajes, tan bonitos y tan lejanos, pero cercanos,ora si que del meritito centro pues!
Un gran abrazo y muchas felicidades!